Érase una vez, en un país de clima templado y variada orografía, unos cerdos seleccionados por generaciones de ganaderos, adaptados a la dehesa, en una simbiosis casi perfecta entre humanos, árboles y gorrinos. Dichos cerdos, alimentados como manda la tradición daban lugar a uno de los manjares más apreciados del planeta. Dentro y fuera del país, las gentes alababan su sabor, y en los mercados su precio estaba a la altura de un producto con baja producción (limitada por el clima y las bellotas, y por la extensión de la propia dehesa, así como por la lentitud del proceso de engorde), bajas productividades y una exclusividad casi natural.
Sin embargo, la demanda apretaba y la tentación de acometer atajos era cada vez mayor. Se podían alimentar cerdos de ese tipo en cebaderos, logrando que ganaran peso antes, aunque entonces los jamones ya no salían con la misma calidad organoléptica. También se podía recurrir a la genética, obteniendo ejemplares híbridos con una mejor tasa de conversión. Jamones más grandes y con un mayor porcentaje de grasa.
Los consumidores, mientras, seguían comprando aquellos jamones de leyenda, aunque ahora había una enorme variedad de posibilidades con nombres cada vez más rebuscados: ibérico de bellota, ibérico de cebo, 50% ibérico… Tomó muy lejos de la diferenciación inicial: jamón serrano o jamón ibérico.
Fuera del país aún era más complicado, ya que los consumidores no tenían una tradición como la de los locales y era más sencillo que se liaran con el maremagnum de calificativos.
Los productores de jamones no ibéricos de bellota querían beneficiarse del renombre de estos y presionaban a los reguladores para evitar una mayor transparencia en el mercado. Así, se inscribían madres como ibéricas de pura raza catalogadas a ojo, y de progenitores desconocidos, se permitían declaraciones de montaneras (el periodo en el que los ibéricos están alimentándose en el campo) imposibles de sostener con los recursos disponibles y se creaban sistemas de etiquetado complejos.
Durante años, algunos avisaban del peligro de jugar con la reputación de uno de los buques insignia de la gastronomía española. Pero el negocio funcionaba bien… Hasta que unos periodistas extranjeros metieron la nariz en el entramado y de pronto todo pareció venirse abajo.
¿Qué había pasado? Posiblemente algo tan simple como que se había roto la confianza. Ese factor que es casi una materia prima básica en sectores como el de la salud, las finanzas y… la alimentación.
¿Qué debería pasar? Para restaurar esa confianza y reconvertir la actual incertidumbre en una fortaleza, solo cabe una opción: la transparencia… hay que decirle al consumidor la verdad y dejar que los precios se diferencien por tipos de producto. Seguramente así las diferencias entre los productos más caros y los más baratos aumentarán, pero los consumidores podrán elegir con total confianza qué producto comprar y saber si su gasto se va a corresponder con la calidad obtenida.
¿Qué debería pasar? Para restaurar esa confianza y reconvertir la actual incertidumbre en una fortaleza, solo cabe una opción: la transparencia… hay que decirle al consumidor la verdad y dejar que los precios se diferencien por tipos de producto. Seguramente así las diferencias entre los productos más caros y los más baratos aumentarán, pero los consumidores podrán elegir con total confianza qué producto comprar y saber si su gasto se va a corresponder con la calidad obtenida.